Era un jueves cualquiera y habíamos quedado con la pandilla habitual. Los niños jugaban con el balón, las madres charlábamos como tantos otros días. Justamente les contaba a mis amigas lo contenta que estaba porque Rayo había superado su revisión anual con el especialista. Estaba feliz porque podríamos reducir las visitas al hospital y seguir normalizando cosas. Pero está claro que una madre nunca puede echar las campanas al vuelo porque nunca sabes dónde estará el peligro ni los golpes.
Nunca sabes dónde está el peligro
Justo en ese momento, y prometo que lo que cuento es verídico, entró el niño con la boca ensangrentada, llorando, “¡un balonazo, me han dado un balonazo en la boca!”. No era la primera vez, hemos pasado por un par de roturas de dientes, rotura parcial del frenillo superior, algún que otro golpe en la encía. Pero la verdad que nunca había visto tanta sangre. Busqué el golpe, el diente roto, la herida en la encía, pero no veía nada, todo parecía en su sitio y entonces me lo dijo: “se me ha clavado la piruleta”. Madres del mundo, el corazón se me puso del revés, sé que sabéis de lo que os hablo. Y entonces le pedí que abriera más la boca y lo vi, un agujero como la uña de mi pulgar, en el paladar blando.
Después todo fue rápido, el pediatra nos derivó al hospital y allí le dieron un par de puntos como el que cose un calcetín, de manera eficaz y precisa. Y vida normal oiga que esto no es nada aunque tomará antibióticos una semanita y le veremos en consulta para asegurarnos que todo vuelve a su sitio sin problemas. Pero, ¿Y puede comer?, ¿y le dolerá?, ¿y se caerán los puntos?, ¿y si se infectan? Las madres, que somos así de pesadas y nos da por preguntarlo todo. “Vida normal, ni más ni menos, si ha tenido suerte y esto no es nada”, eso nos dijo el de Maxilofacial. Hombre claro, a tu hijo le dan un par de puntos en el paladar y esto no es nada, borrón y cuenta nueva. Salí de la sala de curas un tanto escéptica, para que negarlo. Pero mira tú por dónde así fue, a pesar de la sangre, del miedo a que de nuevo se hubiera roto un diente –que me acabo de gastar un pastizal en ortondoncias-, del miedo de después a que le hubiera afectado de modo más grave, no ha sido nada. Aquella noche llegamos a casa y cayó rendido en su cama, estaba agotado, del susto, de la impresión, del costurón. Pero durmió bien y por la mañana se levantó con hambre, no le importaron los hilos ni esa molestia al tragar, desayunó por dos y dijo que quería ir al colegio.
No hay golpe que les pare
Así son los niños, aunque lloren de inicio como si no hubiera mañana después se sobreponen, se les olvida el miedo, la incertidumbre, el temor a las consecuencias y siguen su vida, disfrutándola como si nada. El miedo te lo quedas tú, porque los padres si tememos las consecuencias y tenemos una memoria especial para no olvidar todos y cada uno de los episodios traumáticos por los que puede pasar tu hijo. Y cuando vas de nuevo al hospital porque algo ha pasado en tu mente lo ves como si fueran diapositivas. Pero ellos no, ellos se olvidan y al día siguiente te preguntan si pueden jugar al fútbol con los amigos.
Son duros, ¿eh? Son pequeños, inexpertos, a veces llorones, a veces quejosos, pero son muy duros. Hoy, varios días después, es como si nada hubiera pasado, come, bebe, duerme, juega, ríe con toda normalidad, ¡ni se acuerda! Vuelve a estar feliz, listo para seguir jugando con su balón –ay, qué peligro tienen los balones-.
Una vez más estos pequeñajos nos enseñan valiosas lecciones. ¿De qué me vale a mi seguir teniendo miedo? Yo estaba ahí con él, pero en un segundo se produjo un accidente y yo no hubiera podido evitarlo. Fue eso, un accidente, sin más. Y tener miedo no hará que lo proteja más. Eso sí, de aquí hasta que cumpla los dieciocho, ¡se acabaron las piruletas!
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